“La izquierda arrepentida y el mito refundacional”
Extractos de un capítulo del libro «Aire nuevo para Chile. Un recambio necesario», del diputado UDI Ernesto Silva.
Diario La Segunda, miércoles 25 noviembre 2015
Es cierto que la centroderecha no siempre ha dado el ejemplo tratándose de construir confianzas, pero hay que poner las cosas en perspectiva: cualquier análisis objetivo de la realidad chilena en los últimos años sólo puede concluir que ha sido la izquierda la principal responsable de ahondar el desgaste de la capacidad del sistema político para alcanzar acuerdos.
El shock de perder la elección presidencial de 2010 y de pasar a la oposición por primera vez en 20 años hizo que la izquierda sufriera una metamorfosis que hemos tenido que ver para creer. Casi de un día para otro, muchos de los que durante dos décadas habían ensalzado como el principal éxito de la transición política chilena la democracia de los acuerdos iniciada en los noventa comenzaron a denostarla como una estrategia de concesiones arrancadas a la fuerza, no de consensos negociados en un marco democrático. De la misma forma, muchos de quienes se enorgullecían de haber contribuido a un proceso político que consolidó la democracia, aumentó la inclusión
social y aceleró el progreso, ahora se recriminaban públicamente haber dicho y hecho en aquella época cosas en las que no creían en su fuero íntimo.
En ese proceso algo esquizofrénico de cambio de identidad, la antigua Concertación mutó en la Nueva Mayoría, coalición que se siente incómoda con la herencia política de su antecesora directa y que reniega de muchos de los enfoques que hicieron que aquélla fuera considerada internacionalmente, tras el fin de la dictadura, como un modelo de izquierda moderna, responsable y democrática (…).
¿Pero hubo realmente una metamorfosis, un cambio de personalidad con rasgos de esquizofrenia? ¿O fue más bien el postergado sinceramiento de lo que la izquierda efectivamente siempre ha creído?
Sinceramiento, sin ninguna duda. Lo que esta izquierda arrepentida viene diciendo y haciendo desde hace más de un lustro refleja las ideas que muchos en la antigua Concertación abrigaban calladamente durante la transición, pero que no se atrevieron a defender entonces. Y no tendría por qué sorprendernos, ya que en esencia son las
propuestas y valores de la izquierda en todo el mundo, desde siempre, con su irrefrenable tendencia a ordenar las vidas de las personas en función de una agenda ideológica y a concentrar el poder de reorganizar la sociedad en la élite que controla el Estado.
Debemos aceptar, me temo, que la democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus auténticas convicciones.
Esta coalición de arrepentidos llegó a la oposición con una sola agenda: recuperar La Moneda en la elección de 2013. Ese objetivo compartido fue lo único que la mantuvo unida. Quizás por eso muchos pensamos que su acelerada mutación era una impostura nutrida por cálculos electorales, un devaneo con los grupos extraparlamentarios y
un señuelo para los movilizados que habitualmente simpatizan con las ideas más rupturistas porque se sienten marginados del sistema. En suma, un radicalismo beligerante que, en caso de retornar al poder, volvería rápidamente a los cauces moderados de nuestra historia reciente.
En realidad, era la izquierda sacándose la máscara de una vez por todas. Tanto la experiencia del gobierno de Piñera como lo visto con su sucesor desde 2014 demuestran que la Nueva Mayoría tiene un proyecto político muy distinto —y en algunos aspectos clave, totalmente opuesto— al que encarnaba la Concertación (…) un retroceso hacia ideas viejas y modelos superados que van exactamente en dirección contraria a lo que Chile necesita para seguir progresando. Ideas y modelos, como hoy estamos viendo, en los que
la izquierda nunca dejó de creer, incluso cuando impulsaba los acuerdos de la transición.
En su corazón late ese obsesivo impulso refundacional tan típico de la izquierda, (…) que busca derribar lo que hay para reinventarlo, (…) que no es otra cosa que el trillado discurso revolucionario de los setenta, me parece una de las facetas más perniciosas e irresponsables del proyecto de la Nueva Mayoría.
Todo esto no ha hecho más que agravar los obstáculos a la cooperación entre los actores políticos, dado que, según la concepción democrática de esta nueva izquierda, sus mayorías en la Cámara de Diputados y el Senado bastan para legitimar todas sus iniciativas, por numerosas y airadas que sean las expresiones de rechazo (de la
centroderecha, de la sociedad civil, de los sindicatos, de los gremios empresariales, etcétera). Teniendo los votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero formalismo para la galería.
Bajo esas condiciones, es obvio que tratar de construir confianzas que hagan viable la cooperación política resulta casi imposible.
Réquiem por los acuerdos
La democracia de los acuerdos fue un concepto acuñado en los noventa que se proyectó por casi dos décadas, con la Concertación en el gobierno y la Alianza en la oposición (…).
Los logros de la hoy vapuleada democracia de los acuerdos siguen siendo objeto de análisis político e investigación académica en varios rincones del mundo, (…) un ejemplo de progreso económico y social del que otras naciones en vías de desarrollo pueden aprender (…).
Pero el paso del tiempo, sus auténticas convicciones (reprimidas) y especialmente la pérdida del poder a manos de la derecha impulsaron a quienes hoy integran la Nueva Mayoría a cuestionar las bondades de esa misma dinámica de los acuerdos que había sido por años la gran credencial política de su sector (…).
De pronto, lo que antes era considerado prueba de solidez institucional se interpretaba como debilidad política. De forma increíble para quienes conocen algo de historia, algunos grupos parecían querer desempolvar la consigna de «Avanzar sin transar», con la intención de recuperar el poder emulando el espíritu revolucionario de la izquierda
sesentera.
(…) Creo que la aparición de Marco EnríquezOminami provocó que muchos en la Concertación se sintieran liberados de una moderación que los acomplejaba. El diputado y luego candidato presidencial se atrevió a proponer una plataforma de izquierda muy dura en las ideas de fondo, pero moderna en el lenguaje y el estilo. Los concertacionistas empezaron a preguntarse por qué, si EnríquezOminami podía decir abiertamente las cosas en las que ellos también creían, era necesario seguir negociando con la derecha acuerdos que no les gustaban.
Durante el gobierno de Piñera, la oposición pasó rápidamente de la crítica a la obstrucción, fomentando el inconformismo y entorpeciendo las soluciones, en el entendido de que el descontento social favorecía su eventual regreso al poder (…) Un ejemplo paradigmático de ese nuevo radicalismo ideológico corto de miras fue la acusación constitucional contra el ministro de Educación Harald Beyer —uno de los expertos más reconocidos del país—, pues demostró hasta qué punto la lógica de no colaboración de la izquierda podía producir pésimas decisiones.
Pronto empezaron a aparecer los mea culpa de políticos ex concertacionistas por el talante moderado de las reformas que habían aprobado hasta entonces. Según ellos, siempre habían querido ir más allá, pero se los había impedido una frustrante «camisa de fuerza institucional» que incluía a la Constitución de 1980 (…) ¿Y cuáles eran estos cambios importantes? Pues todas las iniciativas que la derecha supuestamente había bloqueado durante años y que la oposición ahora agrupaba en dos categorías muy convenientes: las que «defendían los derechos de la gente» y las que «afectaban los intereses de los ricos» (…)
En su radical y equivocada reinterpretación de las cosas, la voluntad de la mayoría de chilenos había estado secuestrada por los intereses de unos pocos durante casi 25 años (…).
No es antojadizo decir que al progresismo le faltan argumentos para defender su agenda refundacional, y nuevamente la educación ilustra el punto. Recién lanzada su segunda candidatura presidencial, en abril de 2013, Michelle Bachelet se opuso a la controvertida universidad gratuita para todos, en lo que era una definición estratégica de primer orden. «Es regresivo que quienes puedan pagar no paguen», afirmó, agregando «no veo por qué yo no voy a poder pagar por la educación de mi hija. Personalmente, creo que yo puedo pagar la universidad de mi hija» (…).
Pese a la magnitud del asunto y lo público de su compromiso, la candidata tardó apenas cinco días en cambiar de opinión: «La educación es un derecho básico y es por eso que quiero educación gratuita y universal». Y no dio más explicaciones.
Sin máscara y con retroexcavadora
El senador PPD Jaime Quintana fue el primer dirigente de la NM que mostró sin maquillaje el sentido del proyecto político de la izquierda que retornó a La Moneda en 2014, cuando dijo, a propósito de la educación, «vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura».
Con esa frase introductoria, y luego con el amplio programa de reformas estructurales que impulsó desde el principio el segundo gobierno de Bachelet, quedó en evidencia que su sector está secuestrado tanto por la nostalgia de un pasado que jamás fue como ellos lo idealizan hoy, como por la incapacidad de aprender de sus errores. No es para nada casual que la Presidenta sostenga que «tenemos los mismos desafíos» que enfrentaba el Chile de Salvador Allende (…).
Además de las anteojeras ideológicas, lo anterior demuestra una profunda desconexión con la realidad, a su vez confirmada por el programa de gobierno de la Nueva Mayoría. El fuerte rechazo social y los numerosos cuestionamientos técnicos que han generado sus proyectos en áreas tan sensibles como la educación, el sistema tributario, el mercado laboral o la violencia en La Araucanía, por nombrar algunas, son pruebas de un total desfase entre lo que el Gobierno se propone y lo que los chilenos creemos que sucederá realmente (…).
Sin embargo, en estos y otros temas, la Nueva Mayoría persiste en profundizar la desconexión entre la ideología que predica —y los fines que asegura perseguir— y la experiencia empírica de los chilenos. Da la impresión de que su fe en la teoría es tan fuerte, que pretende pasar por encima de lo que digan los hechos. La lección en Chile y otros países es que quienes promueven ese tipo de agenda ideologizada acaban, tarde o temprano, dándose cabezazos con la realidad.
Esta obcecación invariablemente va de la mano con la férrea certeza de saberse dueños de la verdad, de modo que cualquier postura disidente se asume por antonomasia equivocada, si es que no derechamente malintencionada. En el plano discursivo e intelectual, esto conduce a lo que algunos autores han llamado la tiranía progresista, es decir, la imposición de un marco referencial y de debate público bajo el cual ciertas posturas se aceptan automáticamente como legítimas, mientras que otras son automáticamente proscritas por considerarlas erradas, reaccionarias, injustas, discriminatorias,etcétera (…). Es decir, una negación del contraste de opiniones que está en la raíz del orden democrático (…).
El peso de la prueba
La derecha no supo anticipar el resurgimiento de esta vieja izquierda y sus ideas trasnochadas, quizás porque creyó honestamente que los acuerdos logrados durante la transición reflejaban auténticos consensos entre coaliciones (…), y no sólo concesiones que la Concertación hacía a contrapelo. Fue el primer error.
El segundo error fue no entender, una vez que la izquierda arrepentida mostró sin maquillaje su nuevo proyecto, que había que enfrentarlo con ideas y valores, no solamente con herramientas técnicas para resolver problemas específicos, porque lo que se contraponían eran visiones de sociedad y no simples programas de gobierno. Debemos
reconocer que la izquierda, aunque con argumentos en general poco convincentes, ha logrado plantear una cierta manera de ver Chile y la sociedad en que queremos vivir, mientras que en la derecha nos demoramos 10 años en entrar a ese debate. Y como no hemos avanzado mucho, tampoco hemos sido capaces de generar una mayoría política de largo plazo.
(…) quiero insistir en la importancia de aprovechar al máximo la principal fortaleza que tenemos como sector político (…): El peso de la prueba no está en nosotros, sino en la izquierda.
Cuando nuestro país fue gobernado por las ideas y los valores de la centroderecha, durante casi un cuarto de siglo después del retorno a la democracia, los avances fueron enormes e innegables (…). Chile no solo creció económicamente a ritmos inéditos, lo que trajo un progreso notable en la superación de graves carencias y en los niveles
generales de prosperidad material, sino que indiscutiblemente —según todas las variables objetivas de solidez democrática, calidad institucional, desarrollo humano e inclusión social, entre otras— se volvió un país más justo, más inclusivo y más moderno, con más libertades, más oportunidades y más garantías para todos sus habitantes (…).
En cambio, no hay un solo país en el mundo que haya progresado o que esté progresando hoy con el tipo de ideas que la Nueva Mayoría quiere impulsar en Chile. Así de sencillo. El intento de organizar a la sociedad desde el Estado, el debilitamiento de la democracia representativa en favor de la participación directa, el discurso
polarizador entre clases con intereses supuestamente incompatibles (trabajadores versus empresarios, ricos versus pobres, poderosos versus ciudadanos, etcétera), la desconfianza en el libre mercado, la demonización del lucro, la explosión de derechos sin garantías, la igualdad como dogma, la descalificación ética de la oposición política o la vocación refundacional son todas características de regímenes de izquierda que han llevado a sus sociedades por mal camino.
Por eso creo que la primera respuesta de la centroderecha a la agenda de la Nueva Mayoría debe ser una pregunta: ¿A dónde han funcionado sus ideas? ¡¿A DONDE?!